lunes, junio 26, 2006

Ellis Estival

Recomendables Lecturas Veraniegas: Menos que cero (Less than zero), Bret Easton Ellis, 1985
Los días que llueve no pasan muchas cosas. Una de mis hermanas compra un pez y lo mete en el jacuzzi y el calor y el cloro lo matan. Recibe unas llamadas telefónicas muy raras. Alguien llama, normalmente a altas horas de la noche, y cuando descuelgo la persona que ha llamado no dice nada durante tres minutos. Los cuento. Luego oigo un suspiro y cuelgan. Los semáforos de Sunset están estropeados. La luz amarilla se enciende en un cruce y luego la verde durante un par de segundos, seguida de la amarilla, y luego la roja y la verde se encienden al mismo tiempo. Trent ha venido a verme. Llevaba un traje caro de verdad, dijeron mis hermanas, y conducía un Mercedes que no era suyo. (...) También les dijo que me dijeran que Scott ha tenido una sobredosis. No sé quién es ese Scott. Sigue lloviendo. Y esa noche, después de tres de esas extrañas llamadas, estrello un vaso contra la pared. No viene nadie a ver qué ha pasado. Luego me tumbo en la cama, despierto. tomo veinte miligramos de Valium para contrarrestar la coca, pero no consigo dormir. Pongo el canal de los vídeos musicales y contemplo el Valle por la ventana y miro las luces de neón bajo el cielo púrpura de la noche y miro pasar las nubes y luego me tumbo en la cama y trato de recordar cuántos días llevo en casa y luego me levanto y paseo por la habitación y enciendo otro pitillo y luego suena el teléfono. Así son las noches cuando llueve.

La absoluta desidia, abandono y nihilismo politóxico de la primera novela de Bret Easton Ellis resulta una formidable propuesta para leer desinteresadamente al aire libre ocupando momentos muertos de este verano. Aunque es posible que vuestro nivel de ingresos no sea parecido al de los adinerados niños de papá protagonistas del libro y no os llegue para sentir en vuestros pies desnudos el vapor que sale del jacuzzi exterior por la noche, se trata de un simple inconveniente que no impedirá en absoluto que disfrutéis de su lectura en estas fechas.

Porque pese a desarrollarse durante las cuatro semanas de vacaciones de Navidad de Clay, la historia tiene lugar en la tórrida zona metropolitana de Los Ángeles, así que la identificación climática de calor sofocante está asegurada. Entre fiestas intermitentes, despilfarro de dinero, consumo de drogas, dudas sentimentales y conversaciones vacías lo que mejor consigue transmitir Ellis es esa sensación tan irremediablemente arraigada en la juventud de la clase alta, resultado de inseminaciones fructíferas de productores cinematográficos, dueños de locales de moda, banqueros californianos y magnates de Hollywood, la generación que, con el mundo a sus pies, lo enrolla en forma de canuto y esnifa cocaína mientras mira la recién nacida Mtv: la facilidad que da el dinero para no hacer nada tiene que canalizarse de alguna forma.

Clay vuelve a Los Ángeles para pasar las vacaciones y se reencuentra con sus amigos para reincorporarse a su rutina diaria de inactividad. No es que cambie mucho respecto a la que lleva mientras estudia en New Hampshire –otro detalle, junto a la desorientación vital de sus protagonistas, seminal para la obra magna de Ellis, Las reglas de la atracción–, pero hay algo en la imagen que ve reflejada en el espejo de sus amigos –y no solo sobre el que se inclinan periódicamente– que le hace buscar algo que no es capaz de encontrar, aunque está casi seguro de que sí debería poder hacerlo: la autoconsciencia. Algo que la anoréxica Muriel ya ha perdido: "— Y no me hagas más preguntas, Clay ¿de acuerdo? — ¿Por qué no? (...) — Porque..., no me acuerdo –solloza." Algo que no encuentra mientras sale con su ex-novia Blair a la que nunca amó pero se ha acabado tirando la otra noche y termina en casa de una chica desconocida teniendo sexo con crema solar Bain De Soleil y Bowie de fondo. Ni en la snuff movie que le enseña Trent, ni en los vaqueros ajustados de Blair y su gesto al meter segunda conduciendo, ni en la agonía de un coyote atropellado, ni en las menores con las que flirtea en las terrazas. Ahí solamente queda desolación. Al fin y al cabo, como en toda rutina veraniega.

martes, junio 20, 2006

Your skin makes me cry

Marina de Van y los placeres de la carne en la cronengberiana Dans ma peau (In my skin).

lunes, junio 19, 2006

extracciones #2

Casi tan velozmente como él se lo había imaginado, ella se arrancó la ropa, y cuando la lanzó a un lado fue con el mismo magnífico gesto por el cual toda una civilización parecía ser aniquilada.
· George Orwell, 1984, 1949

viernes, junio 16, 2006

El frescor de las estrelllas

Como buenos urbanitas criados en los noventa, seguro que todos nosotros conocemos a algún amigo de alguien que conocía a alguien que después de comer Peta-Zetas –el primer alimento resultado de las experimentaciones desarrolladas en el Área 51– y beber Coca-Cola o bien a) le explotaba el estómago en pedazos b) su cabeza salía despedida del cuerpo al intentar liberar el inevitable eructo producido por la irresponsable ingesta. A medida que se entra en la adolescencia, parece que acecha un nuevo peligro derivado de las bebidas con gas envasadas en lata: el auge del Red Bull y demás bebidas energéticas de agua carbonatada hizo que se propagaran distintas variantes sobre gente que, al mezclarlo con alcohol, había caído fulminada directamente en la barra del bar, o bien aquellos que, tras beberse unas cuantas latas, tenían una taquicardia que casi les descoyunta las costillas.

Pues bien, amigos, si creíais que estas leyendas urbanas eran una simple pérdida de tiempo, ha llegado el momento de que se conviertan en arte. Los protagonistas en esta ocasión son los caramelos Mentos –que seguramente conoceréis más por verlos publicitados en las series americanas o en los programas de recopilación de anuncios extranjeros que por haberlos tomado alguna vez– y la inefable Coca-Cola Light, la fiel compañera de todo riesgo fatal para la salud. Un pequeño puñado de los caramelos depositados en una botella de 2 litros de la bebida provocan un explosivo chorro de gas que sale disparado hacia arriba como si de nuestro propio geiser doméstico se tratara. ¡Es la forma ideal de refrescar el ambiente este verano!

click! tchssssssssss...

Podéis hacer todos los experimentos que queráis variando la cantidad de caramelos y la capacidad de la botella de bebida, incluso los más atrevidos pueden realizar variaciones subversivas con Pepsi Light. Una simple y rápida búsqueda por YouTube o GoogleVideo os dará múltiples ejemplos documentados para guiar el camino. La única recomendación, por motivos evidentes, es llevar a cabo el experimento en un espacio abierto, pero tampoco es imprescindible, quizás no hacerlo tenga resultados más divertidos, ¡todo es probar!

De momento son dos estadounidenses, Fritz Grobe y Stephen Voltz, quienes han llegado más lejos en la realización de estas auténticas performances poniendo en juego más de 500 pastillas de caramelo y 200 litros de refresco. El
resultado puede ser tan grandioso como una dulce y pegajosa reproducción de las famosas fuentes del Casino Bellagio de Las Vegas.

viernes, junio 09, 2006

Wolf Creek en torno al género

Hay un problema con los géneros en el cine, y es que si bien resultan ideales para asegurarse de primeras un tipo de público receptivo, corren el riesgo de estancarse en la comodidad de una fórmula de comprobado funcionamiento y limitar cualquier riesgo de innovación. Entiéndanme, no digo que esto sea algo negativo, sino que es intrísicamente propio por definición y se nota. Los cambios y saltos de una constante a otra suelen darse en momentos puntuales de ruptura que preceden a una nueva etapa de homogeneización hasta la próxima ruptura de tendencia –que será siempre entendida dentro de unos límites–. Quizás con ejemplos me sepa explicar mejor. El western. Todos tenemos en nuestra mente una idea de los arquetipos formales, argumentales y narrativos del que se ha venido en llamar western clásico de Ford, Hawks, Mann, Hathaway, etc. En los sesenta tuvieron que venir esos italianos locos con Leone a la cabeza para aportar su propia renovación de spaghetti con tomate. Eran las primeras piedras de la postmodernidad, que al final sería entendida en forma de acercamiento serio a un mundo decadente, como el propio clasicismo, en desaparición. Sinceramente, hoy en día creo que no se concibe un western que no sea crepuscular. Los pocos que se acercan al género en la actualidad –Eastwood, Costner, Sayles, Lee Jones, Hillcoat– parece que también lo entienden así.
Pero es que el caso del western es bastante singular porque requiere quizás más que ningún otro unos presupuestos cronotópicos muy específicos y reconocibles. La ciencia-ficción, por ejemplo, es muchísimo más maleable, y eso es lo que la va salvando constantemente, aunque los haya empeñados en reducirla a un mero escaparate de cgis y tecnología digital. Lo habitual es que la ciencia-ficción simplemente sea un marco de unión con otros géneros.
El terror ha solucionado el problema recurriendo a la división sistemática en multitud de subgéneros: terror sobrenatural, terror de ciencia-ficción, casas embrujadas, fantasmas, espíritus, vampiros, hombres lobo, demonios, zombies, criaturas monstruosas en general, asesinos en serie, psicópatas, slashers y terror rural. Muchas de estas variantes son conjugables entre sí, pero creo que más o menos responden a los patrones básicos que puede seguir una película de terror. Fórmulas que más o menos se van repitiendo siguiendo los mismos esquemas que hacen el producto reconocible para el espectador aficionado, y en el que esporádicamente se pueden introducir mínimos cambios que supongan un ansiado halo de originalidad.

Pero bueno, ¿a qué viene toda esta pedantería? Ayer vi Wolf Creek, cinta de terror australiana que cosechó muy buenas críticas por donde pasó el año pasado. Con una estupenda solidez formal y sentido del ritmo formidable no deja de contar la típica historia que cualquier fan del slasher rural se conoce desde el primer momento. Es que realmente no hay lugar común por el que la película no pase, lo prometo. Todos esos tópicos y clichés en los que estáis pensando están ahí, de verdad. Pero el caso es que funciona de maravilla. No importa lo previsible y sobado de la historia, pues el director Greg McLean ha sabido darle un empaque visual sobresaliente, los escasos protagonistas gozan de una presentación y desarrollo que sigue los cánones del género pero logran caerte bien, el cabronías psicópata de turno demuestra un gran carisma y brutalidad, la atmósfera australiana se torna asfixiante y el director no duda en explícito cuando lo necesita... ¡Si incluso el terror está tratado con las mínimas dosis de golpes de efecto optando por un desarrollo progresivo inevitable, como a mí me gusta! ¿Qué más queremos para pasar 90 minutos de puro entretenimiento? ¿Innovación? ¿A qué nivel?
Alexandre Aja con la capital Haute Tension llevó el género hasta sus límites de desarrollo formal, McLean persiste en esa vertiente, dedicándose a retratar con un gran atractivo grotesco a la inmensa Australia y colocando todas las piezas ya conocidas de su puzzle haciéndolas encajar de forma precisa en el momento exacto. Wolf Creek más que una película es una pieza de relojería, un modelo del subgénero, el arquetipo desnudo. Y aun con todo lo dicho anteriormente, si nos ponemos exquisitos, sí que llega a encerrar alguna innovación en su final. Así que ya saben, a buscar en prados y praderas. Pero mejor vayan bien alerta y desconfíen de los extraños, que nunca se sabe si pueden esar entrando en el Internet profundo.

martes, junio 06, 2006

Cuadros que dan cosica #1

Hay cosas que de forma misteriosa y sin atender a ninguna clase de motivo racional o coherente me provocan un inesperado e inexplicable morbo, como Soraya Sáenz de Santamaría o la primera escena de la Gellar en el por otra parte prescindible remake de The Grudge. Ya digo que no me lo explico. Pero aunque para mi escarnio público sería más divertido hablar de eso, hoy voy a tratar justo un caso contrario, algo que por ninguna razón lógica ni entendible me provoca un repelús sobrenatural. Pues bien, a modo de preparación de un inminente examen me he pasado esta tarde por el Museo Thyssen para disfrutar de su interesante colección de obras del siglo XX y, como las veces anteriores, ha vuelto a pasar:
Este cuadro del francés Balthus que pueden admirar arriba me transmite una sensación de intranquilidad tremenda. No es que Balthus sea uno de mis pintures favoritos, ni mucho menos, de hecho considero su contribución a la historia del arte del todo anacrónica en el mal sentido del término. No comulgo con el reconocimiento que le tenían tanto Truffaut como Rivette, aunque no me llegan a molestar las citas visuales que le hacen en su cine, ojo.
A lo que íbamos: algo tiene esta Partida de naipes que me da un mal rollo tremendo. No sé si es la desmesurada anchura de espaldas del muchacho que me da envidia, lo inutilmente forzado de su postura, el hecho de que lleve unos pantalones que hacen que parezca que está desnudo, que tenga los pies planos y el brazo descoyuntado para ocultar su carta, que la mano con la que se apoya parece que se está clavando en la mesa o su estrafalaria doble-cabeza-con-forma-de-corazón-y-perspectiva-única –vamos, que parece un jodido alien el chico–. Pero la niña también tiene tela que cortar, o fijaos en la forma bizarra que marca en la silla al sentarse, lo inquietantemente adulto de su piernas o, aquí está el verdadero terror amigos, su maquiavélica mirada inquisitiva hacia el esponjiforme mancebo. ¿Qué pretende dar a entender? ¿El chavalín la ha estado trampeando y ella se va a vengar poniendo en acción conjunta al candelabro que tiene a su izquierda y el receptivo y dispuesto culo de su contrincante? ¿Es ella la que está haciendo trampas sentada encima de todo un taco de cartas? ¿Dónde están el resto de cartas que faltan si solamente se pueden ver unas cuatro o cinco? ¿Por qué está la vela apagada? ¿Si la luz viene de la derecha por qué el candelabro no tiene sombra/la tiene hacia la derecha? ¿Por qué son tan rancios y tienen tan poco y mal decorada la estancia?
Como véis son muchos los detalles que pueden hacer de la contemplación de este cuadro un momento escalofriante. Aseguro que mucho más si es en vivo y ves cómo se clavan esos ojos sin sentido alguno; no me extraña que el niño se dé la vuelta a la cara para no verlos.

sábado, junio 03, 2006

Un lugar tan frío como cualquier otro

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Se dicen muchas cosas sobre el cine español, como sabemos no muy positivas la mayoría, pero pocas veces se suelen tratar sus obras más imprevistas, que se resignan a quedar olvidadas sepultadas por la habitualmente adocenada regurgitación de la industria. No es que Antártida sea una producción underground o tenga la riqueza metalingüística de Zulueta, pero determinadas elecciones formales y el espíritu de la película hacen que sea una experiencia singular.
La primera película de Manuel Huerga, que desde 1995 no ha vuelto a dirigir ficción hasta presentar este año en Cannes Salvador –biografía anarquista donde aparecen juntas las dos actrices españolas más sexualmente deseables– cuenta la típica historia de chica conoce a chico, juntos roban nueve kilos de heroína, huyen de los narcotraficantes que les persiguen y terminan, como en toda road movie que se precie, encontrando el amor, a sí mismos, el deseo de vivir. Un argumento que dos años después repetiría con desternillantes variaciones Juanma Bajo Ulloa en Airbag, la obra maestra del cine gamberro patrio.
Pero no se puede decir que el guión sea el valor fundamental de esta película que, de hecho, parece estar desarrollada a partir de cuatro líneas. Lo importante es la frescura y sensación de "trabajo sobre la marcha" que desprenden sus desbarajustadas imágines. Ignoro si esta fue una elección consciente de Huerga –como es el caso de trabajos de Godard (Un film en train de se faire) o del cielo giratorio de Mercedes Álvarez– o es el resultado de una desastrosa planificación de rodaje y un montaje poco habilidoso, sea como sea para mí es un punto a favor. Otro es la, esta sí, premeditada artifiosidad de todo lo que se narra. La historia deambula por terrenos ampliamente inverosímiles, pero además se usan constantemente trucajes cinematográficos como las transparencias y retroproyecciones con una intención claramente denotativa, un año después de que Oliver Stone llevara a cabo sus collages visuales de Natural Born Killers. A lo que hay que añadir que toda la pista de sonido se encuentra doblada por los propios actores, aunque con notable artificiosidad.
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En cuanto a la estructura narrativa, son habituales las elipsis esquizofrénicas y el uso de flash-backs que nos cuentan el pasado de la protagonista, la hiper-drogada y susurrante Ariadna Gil. Más cosas interesantes: personajes que aparecen y desaparecen de la forma más ad hoc que os podáis imaginar, un tiroteo en el que es imposible entender qué está pasando y donde la situación de cada personaje no coincide con el lugar que ocupaban inmediatamente antes, un par de escenas "de acción" que, ante la falta de medios, se desarrollan fuera de plano al más puro estilo uwebollesco y, no podían faltar, un buen número de frases estúpidas cuya única explicación tiene que ser la burla y parodia del género al estilo Kiss Kiss Bang Bang. En muy mala posición situaría a la película pretender defender su seriedad, sobre todo después del extravagante final "lleno de equívocos".
Plus extra: el inefable Francis Lorenzo hace un papel secundario como inspector corrupto en el que demuestra todo su repertorio de dotes actorales insuflando una impenetrable rudeza a su mirada, una expresión sólida digna del mismo Al Pacino y una presencia y fisicidad delante de la cámara solamente comparable a los seductoramente agrietados labios de Ariadna Gil. Una mutación actoral que seguramente sirvió de referente para los Resines y Coronado de La caja 507, otro thriller nacional que alguna vez (juas) merecerá aquí un análisis mucho menos favorable que el del último número de Letras de Cine.
Qué más puedo decir para que se animen a darle una oportunidad a esta rareza española de los noventa que impregna todos sus resquicios con la música de John Cale y se viste con fotografía del gran Aguirresarobe. Bueno, que por si no se había notado a lo largo del post, Ariadna Gil me gusta mucho y está estupenda demostrando lo de maravilla que se le da hacer de yonqui decadente. Pues eso.
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