martes, abril 17, 2007

La mirada recta



Uno de los principales problemas de dejar siempre todas las cosas para el último momento —y aquí estoy desnudando una amplia zona de mi personalidad— es que, como es lógico, al final se terminan acumulando incontrolablemente y consiguen aplastarte contra la dura y punzante superficie del final de plazo o, como todo buen amante de los anglicismos innecesarios sabe —otra vez yo—, deadline, palabra que otorga una dimensión mucho más trágica, y por eso mismo necesaria, al asunto. El caso es que mañana en la no siempre bien valorada ni suficientemente criticada Facultad de Ciencias de la Información de la Complutense tendrá lugar la proyección de una de esas películas que un servidor está llamado a ver con insistencia y que es posible que, si un libro sobre Tesla no me basta para hacer funcionar correctamente cierta máquina de teletransporte y duplicación, termine por perderme. Pero no por ello iba a dejar pasar la oportunidad de enmascarar mi rabia en una recomendación ciega y desintersada al ente blogosférico para que acuda a disfrutar de lo que a otros nos es privado.

El film en cuestión se trata de
La línea recta, opera prima del director donostiarra Jose María de Orbe, que pudo ser vista con muy buenas críticas en el pasado Festival de Gijón como única producción española a concurso de la Sección Oficial. El interés está en la naturaleza de su propuesta, el seguimiento austero y desdramatizado de su protagonista Noelia, joven repartidora de publicidad, durante un encadenado de instantes escindidos de su vida. La estructura de planteamiento-nudo-desenlace resulta ajena a este proceder narrativo y estético en el que la historia vive de una continuidad real antes y después de las imágenes, como también sucedía en la magistral Las horas del día de Jaime Rosales, amigo del director y cuya película se realizó en el seno de la productora de ambos, Fresdeval Films. Al guión se encuentran el propio Jose María de Orbe y Daniel V. Villamediana, uno de los impulsores de Letras de Cine y persona con una más que sólida y pulida idea sobre el cinematógrafo, lo que merece gran parte del prejuicio propagandístico que me ven expresar en estas líneas. Estoy seguro de que ambos van a tener qué decir dentro de la nueva generación de realizadores españoles más preocupados en depurar artísticamente las propuestas narrativas y visuales de su obra que en incrementar el número de directores abonados a la comodidad, estulticia y falta de riesgo que tanto abundan en el cine español. Ellos dos dicen no a la convencionalidad dramática inoperante y construyen su película sin tiralíneas, dejando que sean las relaciones entre los personajes las que lleven el ritmo en una obra que se integra en la mezcla de ficción y documental propia de los Dardenne o Ruth Mader, un cine social y comprometido de mirada transparente y plana en las antípodas de engendros monumentales como Los lunes al sol o la mayor parte de los dramas costumbristas nacionales.

Aquí tenéis más información y la nota de prensa de la película. La proyección es a las 12.00 en el Salón de Actos de la Mole Gris y rigurosamente gratuita, sin flyers ni colas —debido a que ya hace buen tiempo y no van Almodóvar ni Natalia Verbeke no hay expectativas de mucha gente dentro de la facultad—, aunque tampoco degustación de canapés al final, no iba a tenerlo todo.

miércoles, abril 04, 2007

Otro post sin contenido clar[¡con divisiones al menos!]

De cómo I must, I must be God
Creo que no descubro nada nuevo si afirmo que Bret Easton Ellis es mi escritor contemporáneo favorito, puede que desde aquel bautizo adolescente de cianuro puro que me supuso leer Las reglas de la atracción... justo inmediatamente después de que hubiera tocado el cielo de la evocación con Las vírgenes suicidas de Eugenides. El caso es que leer American Psycho estos últimos días, por primera vez en su idioma original, me ha supuesto una experiencia de disfrute literario poco menos que epifánica. La prosa de Ellis no puede estar más afilada ni ser más exhaustiva y jodidamente nauseabunda. Antes pensaba que esta magna obra se trataba de una visión conscientemente superficial del tipo de alta sociedad regurgitada por occidente y emplastada en Manhattan —y extrapolable a nuestros ámbitos más cercanos como buenos habitantes de la cultura de la abundancia y la apariencia—, pero profundizando un poco más en sus múltiples capas puedo constatar que lo de "superficial" es caer en la trampa de la propia pose de la novela. Hay mucho que cortar (jajaja) en el libro, por lo que es una pena que la adaptación cinematográfica de Mary Harron y Guinevere Turner se quedara tan a medio camino de todo.

Podemos intuir que el proyecto no iba nada mal encauzado gracias a uno de los mayores aciertos de casting que ha dado el cine: Christian Bale como la imagen indeleble de Patrick Bateman es incuestionable. Como también lo son las acertadas presencias de Justin Theroux y Jared Leto pululando por ahí; en cuanto al casting femenino sí considero que le habría venido mejor una Virginia Madsen en vez de Samantha Mathis y, desde luego, Shannen Doherty como Evelyn. No obstante, el principal error de esta adaptación es que tanto directora como guionista pretenden jugar demasiado y ofrecen una visión excesivamente simple y superficial de una novela que, vale, tiene imagen de eso pero no lo es en absoluto. Así, si bien resuelven de manera más que aceptable —pero a años luz del efecto conseguido en el original literario— la contraposición entre los brutales actos de Bateman y su verborrea rollingstonista llena de clichés musicales sobre Genesis, Whitney Houston y Huey Lewis & The News, tienen una gran carencia en cuanto a la violencia de dichos actos. Me tacharán de enfermo sanguinario y ensalzarán las bondades audiovisuales de la sugestión en lugar de la muestra explícita, y la verdad es que estoy de acuerdo, yo también pienso que Hostel es una mierda (y además light). Pero poner un par de maniquíes cubiertos de sangre y a Bale con la mandíbula desencajada blandiendo un hacha/una motosierra no me parece que sea coherente con dicha filosofía —aquí el canon lo marca Funny Games, y ya llevaba hecha tres años— y sí con la del típico producto de terror liviano para adolescentes que sueña con obtener una bonita R. Si es una decisión consciente, como seguro lo es, para asemejar las andanzas de Bateman a las de un nuevo psycho-killer yuppie propicio para dar a luz secuelas directas a vídeo (¡anda, mira!), me sigue pareciendo del todo desafortunada y que deja cojo de uno de sus palos el discurso de la historia, aunque consigua retratar bien los del narcisismo y la superficialidad.



No obstante, para el recuerdo queda Christian Bale y su excelente interpretación —perdonen el pleonasmo—, ya toda una presencia pop que puede compartir mesa dignamente con el Hannibal Lecter de Anthony Hopkins, quien quizás podrá dar algún que otro consejo al neoyorquino al estar más versado en el arte de la cocina con carne humana. Solamente por ese detalle, la fallida película de Mary Harron merece un lugar privilegiado en nuestro recuerdo, así como complemento —junto a la canción de los Manic Street Preachers— de la magistral obra de Ellis que con todo derecho está en mi disputado podio del siglo XX literario.

De cómo echamos de menos a Téa Leoni y su minifalda en Bad Boys 2
American Psycho no es el único caso en el que un detalle individual hace que prácticamente perdone todas las numerosas y evidentes carencias que pueda tener el resto y conjunto de la obra, y me haga tener un irracional cariño por esta última. Digamos que aquí Bale está por encima de la falta de bestialidad, la sosa puesta en escena y la desaprovechada banda sonora. Cuando le ves cambiar su expresión de fría cara de poker hermética a bromista impostadamente afeminado, pasando por la de animal salvaje con sed de sangre, se te olvida todo lo demás. Muchos son los casos en los que el valor del detalle, lo accesorio, empapa al resto de su marco y lo eleva por encima de sus posibilidades reales.



Bale es un cierto especialista en dicho campo, desde Equilibrium hasta Batman Begins, pero hay muchos otros ejemplos en los que el carisma derrochado por el protagonista ya nos vale el tiempo gastado. Es lo que pasa con Jason Statham y las dos insulsas entregas de The Transporter —demos gracias a que por fin la fórmula x + y ha evolucionado hasta poder dar resultados tan de locura como Crank * *—, pero es que Statham es ahora mismo la mejor presencia para cualquier action movie que se precie. A diferencia del otro modelo por excelencia de nuestros días, Jack Bauer, personificado por un Kiefer Sutherland que hasta fichar por la CTU no nos había dicho nada, Statham está más cerca del grupo de aquellos que, da igual el papel que les echen, siempre lo desempeñan con una incontestable aura rebosante de coolismo como Bruce Willis. Se trata de una cualidad innata requisito indispensable para cualquier héroe de acción que se precie y que aquellos que carecen de ella (Ford, Seagal, Schwarzenegger) se tiran toda su carrera buscándola.

De cómo no dejaré que me hagas apreciar una canción de Pignoise
Si a Ford solamente le han funcionado el sombrero y el látigo —no se esfuercen, por definición en Star Wars no puede haber nada cool—, donde más cerca ha estado Terminator de rozar ese estatus de deidad testosterónica de manera natural y no haciendo el ridículo abandonando el papel de robot que tan bien le asignó su amigo Cameron, es en una de las obras maestras de John McTiernan, Last Action Hero, cuando la metanarratividad aún tenía su hueco en el cine más desacomplejadamente palomitero. Esta película sigue siendo un excelente ejemplo de cómo debe ser todo film de acción desmadrada, autoconsciente de su propia histeria y explotándola al máximo: ¿para qué necesitas el raccord o la profundidad psicológica de los personajes si lo que importan son los tiros y las hostias? Los tiroteos se justifican a sí mismos. En el John Woo hollywoodiense esto supone la diferencia entre un producto resultón pero ya con carencias como Face/Off y la mierda de Mission Impossible 2, que se va hasta la mitología griega para dar una absurda pátina de erudicción a sus motos volando por los aires —ay, eso y muchas otras cosas hicieron que dejara de buscar el nombre de Robert Towne en los créditos de las películas—. Lo malo de los chistes y los desbarres es cuando tienes que tomártelos en serio para rellenar metraje, y los anuncios de un estreno separado de Grindhouse en Europa —todos juntos, una vez más: malditos Weinstein— con versiones extendidas de ambas películas ya han empezado a inquietarme por si Tarantino ha vuelto a repetir los errores killbillescos. De momento, los trailers que ya hemos visto todos embobados decenas de veces son tan orgásmicos como los de su fallido díptico spaghetti-oriental.

Pero Last Action Hero también funciona como uno de los mejores exponentes del tan atractivo subgénero que ensambla realidad y ficción. Fijándose más en el planteamiento inverso de la genial La rosa púrpura de El Cairo que en la penúltima película que rodó McTiernan antes de morir asesinado por Michael Crichton, el español Vicente Peñarrocha quiso aportar su granito de arena a este tema con Fuera del cuerpo, otra fantasía satírica sobre el trasvase cine-realidad. El resultado, no se emocionen, es absolutamente nefasto y al menos sirve para identificar todas las carencias, ataduras e incapacidades que con tanta gracilidad desprecia Inland Empire para convertirse en la magnífica obra maestra que es.