Trío en mi bemol
Mientras en las pantallas se proyecta ese extraño intento de Woody Allen de acercarse a los modos estilísticos rohmerianos (todo lo conseguido está ya anticipado por el título, como muy bien ha señalado Losilla, el desastre comienza cuando entran en juego los demás elementos; todos), el Teatro Lara ha tenido el buen gusto de programar en su ciclo de funciones nocturnas la representación de Trío en mi bemol, del propio Rohmer. Todo un acontecimiento revulsivo que me apresuré a celebrar, porque además la obra es una absoluta delicia. Esperemos que el éxito que parecen haber tenido sus limitadas funciones supongan un impulso a que sea más conocida y programada (mi torpeza impertérrita me ha impedido avisarles a tiempo para que acudieran, y bien que lo siento).
Bajo la dirección de Antonio Rodríguez, la opción escenográfica utilizada es de lo más acertada y consonante con el propio ideario del francés (aquel que establece la riqueza expresiva como fruto del despojamiento): la totalidad de la obra se representa en el vestíbulo del teatro en vez de en el escenario. Así, apenas diez metros cuadrados bastan para contener las idas y venidas de los personajes de Santi Marín y Bárbara Lennie y al trio de viola, clarinete y piano encargados de la música en vivo. Como suele ocurrir también en sus películas, las mujeres de Rohmer son inmensamente más interesantes y poliédricas que los hombres, casi siempre obstinados en una idea fija (no exenta de virtud ni perversión) sobre lo moral, amoroso o político, que guía todos sus pasos y anhelos. La voluntad femenina, en vez de maś voluble, sí es más indecisa y por eso exploradora. Aunque aun así no pueda evitar su sentido trágico, como le ocurriera a Delphine en El rayo verde al descubrir la idea barthesiana que considera indisoluble la miseria amorosa: "se debe sufrir o salirse: arreglar es imposible (el amor no es ni dialéctico ni reformista)". De ahí viene el choque irremediable.
De esta separación de géneros tan marcada en el mundo rohmeriano se deriva que la correcta y comedida actuación de Santi Marín en la obra no pueda hacer nada eclipsada ante la refulgencia de matices y registros que van pasando por Bárbara Lennie en su interpretación de una única mujer, que, claro, siempre lleva dentro a todas las mujeres (como ocurre en el primer Pynchon). La estructura hiper-fragmentada con grandes elipsis favorece la depuración de lo narrado al máximo. Reducidas a los vaivenes sentimentales propios y ajenos, las conversaciones entre esta pareja de amigos (que, como todos, una vez fueron amantes) adquieren toda la trascendencia de un mundo en el que parece no haber conversación posible que no sea en persona (que no quiere decir necesariamente cara a cara). Los móviles se utilizan solamente para hablar con los otros, que ni siquiera aparecen, nunca con El Otro; las cartas y demás comunicación escrita se desecha por inútil... nada expresa la verdad como el lenguaje físico de unos cuerpos en constante movimiento.
Con puntos nada insólitamente parejos a su última película (reconocidos sin haber leido aún la novela L’Astrée que adaptaría), Trío en mi bemol es una fantástica pieza de cámara que resalta las incuestionables virtudes de Rohmer para los diálogos cargados de contradicciones humanas y la radiografía transversal de las relaciones amorosas, siempre con una ligereza y alegría de vivir (sufriendo) que nos hacen querer volver a él una y otra vez.
Tres (inter)textos complementarios:
· El Trío Kegelstatt de Mozart [1·2·3]
· El maravilloso cortometraje Hotel Chevalier de Wes Anderson, que compacta la esencia de la pieza en un único encuentro, de separación más dilatada, pero misma cantidad de trasfondo narrativo sobreentendido.
· "La languidez del amor" de los Fragmentos de un discurso amoroso de Barthes:
(...) En la languidez amorosa algo se va, sin fin; es como si el deseo no fuera sino esta hemorragia. He aquí la fatiga amorosa: un hambre sin satisfacción, un amor boquiabierto. O incluso: todo mi yo es sacado, transferido al objeto amado que toma su lugar: la languidez sería ese pasaje extenuante de la libido narcisista a la libido objetual. (Deseo del ser ausente y deseo del ser presente: la languidez superpone los dos deseos, pone la ausencia en la presencia. De ahí el estado de contradicción: es el "ardor suave").
Bajo la dirección de Antonio Rodríguez, la opción escenográfica utilizada es de lo más acertada y consonante con el propio ideario del francés (aquel que establece la riqueza expresiva como fruto del despojamiento): la totalidad de la obra se representa en el vestíbulo del teatro en vez de en el escenario. Así, apenas diez metros cuadrados bastan para contener las idas y venidas de los personajes de Santi Marín y Bárbara Lennie y al trio de viola, clarinete y piano encargados de la música en vivo. Como suele ocurrir también en sus películas, las mujeres de Rohmer son inmensamente más interesantes y poliédricas que los hombres, casi siempre obstinados en una idea fija (no exenta de virtud ni perversión) sobre lo moral, amoroso o político, que guía todos sus pasos y anhelos. La voluntad femenina, en vez de maś voluble, sí es más indecisa y por eso exploradora. Aunque aun así no pueda evitar su sentido trágico, como le ocurriera a Delphine en El rayo verde al descubrir la idea barthesiana que considera indisoluble la miseria amorosa: "se debe sufrir o salirse: arreglar es imposible (el amor no es ni dialéctico ni reformista)". De ahí viene el choque irremediable.
De esta separación de géneros tan marcada en el mundo rohmeriano se deriva que la correcta y comedida actuación de Santi Marín en la obra no pueda hacer nada eclipsada ante la refulgencia de matices y registros que van pasando por Bárbara Lennie en su interpretación de una única mujer, que, claro, siempre lleva dentro a todas las mujeres (como ocurre en el primer Pynchon). La estructura hiper-fragmentada con grandes elipsis favorece la depuración de lo narrado al máximo. Reducidas a los vaivenes sentimentales propios y ajenos, las conversaciones entre esta pareja de amigos (que, como todos, una vez fueron amantes) adquieren toda la trascendencia de un mundo en el que parece no haber conversación posible que no sea en persona (que no quiere decir necesariamente cara a cara). Los móviles se utilizan solamente para hablar con los otros, que ni siquiera aparecen, nunca con El Otro; las cartas y demás comunicación escrita se desecha por inútil... nada expresa la verdad como el lenguaje físico de unos cuerpos en constante movimiento.
Con puntos nada insólitamente parejos a su última película (reconocidos sin haber leido aún la novela L’Astrée que adaptaría), Trío en mi bemol es una fantástica pieza de cámara que resalta las incuestionables virtudes de Rohmer para los diálogos cargados de contradicciones humanas y la radiografía transversal de las relaciones amorosas, siempre con una ligereza y alegría de vivir (sufriendo) que nos hacen querer volver a él una y otra vez.
Tres (inter)textos complementarios:
· El Trío Kegelstatt de Mozart [1·2·3]
· El maravilloso cortometraje Hotel Chevalier de Wes Anderson, que compacta la esencia de la pieza en un único encuentro, de separación más dilatada, pero misma cantidad de trasfondo narrativo sobreentendido.
· "La languidez del amor" de los Fragmentos de un discurso amoroso de Barthes:
(...) En la languidez amorosa algo se va, sin fin; es como si el deseo no fuera sino esta hemorragia. He aquí la fatiga amorosa: un hambre sin satisfacción, un amor boquiabierto. O incluso: todo mi yo es sacado, transferido al objeto amado que toma su lugar: la languidez sería ese pasaje extenuante de la libido narcisista a la libido objetual. (Deseo del ser ausente y deseo del ser presente: la languidez superpone los dos deseos, pone la ausencia en la presencia. De ahí el estado de contradicción: es el "ardor suave").