lunes, octubre 06, 2008

Trío en mi bemol

Mientras en las pantallas se proyecta ese extraño intento de Woody Allen de acercarse a los modos estilísticos rohmerianos (todo lo conseguido está ya anticipado por el título, como muy bien ha señalado Losilla, el desastre comienza cuando entran en juego los demás elementos; todos), el Teatro Lara ha tenido el buen gusto de programar en su ciclo de funciones nocturnas la representación de Trío en mi bemol, del propio Rohmer. Todo un acontecimiento revulsivo que me apresuré a celebrar, porque además la obra es una absoluta delicia. Esperemos que el éxito que parecen haber tenido sus limitadas funciones supongan un impulso a que sea más conocida y programada (mi torpeza impertérrita me ha impedido avisarles a tiempo para que acudieran, y bien que lo siento).

Bajo la dirección de Antonio Rodríguez, la opción escenográfica utilizada es de lo más acertada y consonante con el propio ideario del francés (aquel que establece la riqueza expresiva como fruto del despojamiento): la totalidad de la obra se representa en el vestíbulo del teatro en vez de en el escenario. Así, apenas diez metros cuadrados bastan para contener las idas y venidas de los personajes de Santi Marín y Bárbara Lennie y al trio de viola, clarinete y piano encargados de la música en vivo. Como suele ocurrir también en sus películas, las mujeres de Rohmer son inmensamente más interesantes y poliédricas que los hombres, casi siempre obstinados en una idea fija (no exenta de virtud ni perversión) sobre lo moral, amoroso o político, que guía todos sus pasos y anhelos. La voluntad femenina, en vez de maś voluble, sí es más indecisa y por eso exploradora. Aunque aun así no pueda evitar su sentido trágico, como le ocurriera a Delphine en El rayo verde al descubrir la idea barthesiana que considera indisoluble la miseria amorosa: "se debe sufrir o salirse: arreglar es imposible (el amor no es ni dialéctico ni reformista)". De ahí viene el choque irremediable.

De esta separación de géneros tan marcada en el mundo rohmeriano se deriva que la correcta y comedida actuación de Santi Marín en la obra no pueda hacer nada eclipsada ante la refulgencia de matices y registros que van pasando por Bárbara Lennie en su interpretación de una única mujer, que, claro, siempre lleva dentro a todas las mujeres (como ocurre en el primer Pynchon). La estructura hiper-fragmentada con grandes elipsis favorece la depuración de lo narrado al máximo. Reducidas a los vaivenes sentimentales propios y ajenos, las conversaciones entre esta pareja de amigos (que, como todos, una vez fueron amantes) adquieren toda la trascendencia de un mundo en el que parece no haber conversación posible que no sea en persona (que no quiere decir necesariamente cara a cara). Los móviles se utilizan solamente para hablar con los otros, que ni siquiera aparecen, nunca con El Otro; las cartas y demás comunicación escrita se desecha por inútil... nada expresa la verdad como el lenguaje físico de unos cuerpos en constante movimiento.

Con puntos nada insólitamente parejos a su última película (reconocidos sin haber leido aún la novela L’Astrée que adaptaría), Trío en mi bemol es una fantástica pieza de cámara que resalta las incuestionables virtudes de Rohmer para los diálogos cargados de contradicciones humanas y la radiografía transversal de las relaciones amorosas, siempre con una ligereza y alegría de vivir (sufriendo) que nos hacen querer volver a él una y otra vez.

Tres (inter)textos complementarios:
· El Trío Kegelstatt de Mozart [1·2·3]
· El maravilloso cortometraje Hotel Chevalier de Wes Anderson, que compacta la esencia de la pieza en un único encuentro, de separación más dilatada, pero misma cantidad de trasfondo narrativo sobreentendido.
· "La languidez del amor" de los Fragmentos de un discurso amoroso de Barthes:
(...) En la languidez amorosa algo se va, sin fin; es como si el deseo no fuera sino esta hemorragia. He aquí la fatiga amorosa: un hambre sin satisfacción, un amor boquiabierto. O incluso: todo mi yo es sacado, transferido al objeto amado que toma su lugar: la languidez sería ese pasaje extenuante de la libido narcisista a la libido objetual. (Deseo del ser ausente y deseo del ser presente: la languidez superpone los dos deseos, pone la ausencia en la presencia. De ahí el estado de contradicción: es el "ardor suave").

viernes, septiembre 26, 2008

Rebecca Scarlett Whatever

Fue la semana pasada cuando vi la última película de Woody Allen, a estas alturas ya reconocida como poco menos que un nuevo descalabro en la carrera del neoyorquino por todo el mundo (salvo adláteres de Mediapro y representantes del provincialismo hispanocatalán más rancio, claro está). En Vicky Cristina Barcelona pasa del abrazo formal que daba a Chabrol con la anterior Cassandra's Dream a una cierta exploitation de conceptos y puntos de partida rohmerianos que en ningún caso se ven respaldados por un ritmo o desarrollo acorde. Considero superfluo ahondar en la crítica que se ha hecho ya desde toda clase de frentes al postalismo exacerbado de la cinta en su retrato de Barcelona, pero sí siento pena por lo increíblemente desaprovechado que resulta el talento de un director de fotografía de la talla de Javier Aguirresarobe. A tenor del trabajo fotográfico final, no se sabe muy bien si él mismo estaba presente en el rodaje enfocando las imágenes y controlando la iluminación (¿Barcelona y Oviedo con exactamente la misma luz?) o por ahí de vinos. En fin, es solamente uno más de los detalles que delatan el poco interés de Allen puesto en esta película, que también se ve en la paupérrima selección musical (la pasable canción de Giulia y los Tellarini sale muy mal parada por su machacona y constante reiteración), la equívoca y torpe caricatura almodovariana de los personajes españoles y el melodramático argumento.

En el lado positivo, al menos tenemos a Rebecca Hall en una nueva película, a Patricia Clarkson desentumeciendo las articulaciones y a Scarlett Johansson trabajando para bien su interpretación gestual. Aunque no llegue al nivel de rota e incontenible fascinación por el funambulismo emocional de Isid Le Besco en un papel similar en À tout de suite, de Benoît Jacquot (cuya primera media hora no está nada mal, aunque luego pase a convertirse en una supérflua especie de narración softcore de toma de conciencia de clase, o algo). Fuera de eso, sólo queda el sonrojo.

miércoles, septiembre 10, 2008

Noche en crudo

Por si viven ustedes por Madrid y están dándole vueltas a comprobar el caos humano y de circulación que suele producirse durante la celebración de la Noche en Blanco y no se deciden por a qué cita cultural acudir (porque, lo que suelen ocultar los mogollones de nucas y espaldas esta noche seguramente sean cosas de ese tipo y no reyertas de yonkazos o venta barata de alcohol como el resto del año), vengo a disipar todas sus dudas. La nunca bien loada La Casa Encendida se lanza sin miedo a programar Crude Oil, la última película documental de Wang Bing. O, lo que es lo mismo, 840 minutos de trabajadores extractores de petróleo chinos retratados a lo largo de una de sus jornadas laborales en una explotación petrolífera del desierto de Gobi.

La solvencia fílmica de Wang Bing está más que contrastada gracias a su colosal trabajo Al oeste de los raíles, que tenía la deferencia con el espectador de dividir sus nueve horas de duración en tres partes segmentadas. La propuesta de Crude Oil se presenta más radical, pero legítima y muy adecuada si lo que pretende es penetrar del todo en el durísimo trabajo de estos obreros en una de las entrañas más sucia, oscura y pegajosa del desarrollo económico chino (aventuro, puesto que aún no la he visto). Pero casi seguro que la fuerza e inmediatez de las imágenes de su obra anterior será palpable.

Así que ya saben, si no se les ocurre nada mejor que hacer el sábado desde las 21:00 hasta las 11:00 de, eh, la mañana del día siguiente, esta es una de esas oportunidades que no hay que desaprovechar por la inesperada veta de conversaciones excéntricas que puede propiciar en un futuro. Si se pasan, en los increíblemente incómodos asientos de la sala de proyecciones de La Casa Encendida puede que encuentren algún resto de mi persona diluido entre galones de café en termo y drogas blandas variadas.

sábado, agosto 16, 2008

In the dark, the knight


La aproximación de Christopher Nolan al mito de Batman supone un caso paradigmático de inferioridad auto-asumida pero renegada por parte de la pop culture (el cómic de justicieros, los blockbusters de verano), convencida de que para su tránsito hacia los estadios de respetabilidad de lo high el camino a seguir es la ocultación de las características propias, su naturaleza, en vez de responsabilizarse de ellas. Nolan se revela como el fan sentimental con una pasión demostrable hacia su objeto de culto (el buceo por las más grandes muestras gráficas de las aventuras del Señor de la Noche y la utilización de detalles puntuales en sus películas así lo prueba), pero equivocado en la forma de hacer esa admiración por los cromos de colores extensible a sus amistades ávidas lectoras de The New Yorker.

Un lugar común que van a ver muy repetido estos días: los Nolan haciendo por las películas de superhéroes lo mismo que Alan Moore y Frank Miller hicieran por los tebeos superheróicos en la década de los ochenta. Esto es, elevarlos, expandir sus límites (siempre en dirección hacia otros terrenos ya transitados -no inéditos-, ya sea la literatura, el noir o el cartelismo), darles un tamiz de respetabilidad que, se incide en esto, antes les era ajeno. Parece que, en efecto, esa es su más cristalina intención. Como es lógico, azuzada por la clausura extremadamente camp de la saga antes de su reinicio en 2005 y el hecho de que, un lustro antes de Batman Begins, Bryan Singer ya había dado el pistoletazo de salida para una convivencia armónica entre mamporros e intrigas con gabardina como reflejo sociológico en un subgénero que no parecía destinado a ocupar más de una nota al pie de página en la historia del cine (el dinero sepultado y generado en su día por Donner y Burton, un par de iconos -Reeves y Pfeiffer- y la consagración definitiva de Williams y Elfman) con X-Men, asentando luego la fórmula en una brillante secuela.

Incapaz de decidirse por la postura de Moore (incrementar el psicologismo, la complejidad referencial) o la de Miller (apuesta clara por el hard-boiled), Nolan opta por intentar darle una dimensión de plausibilidad a los elementos más tebeístico-fantasiosos, un nivel actoral de la más alta altura, una localización física y real alejada de los acartonados decorados de sus predecesores en la franquicia cinematográfica de Batman y sumar una constante acumulación de reflexiones morales subrayadas en recurrentes enfrentamientos dialécticos. En The Dark Knight lleva este último aspecto hasta un apogeo de one-liners de pomposa profundidad que articulan todo el elaborado entramado argumental a base de triángulos y subtramas paralelas de la película. Pese a que ya sabemos lo bien poco que molan los subrayados orales en determinadas ocasiones, la contundencia y elaboración del guión de Christopher y Jonathan es tan consistente (salvo algún que otro detalle que fluctúa entre lo chirriante y lo vergonzoso, como es el asunto de los ferrys; no ya sólo por su un tanto naïf desarrollo, sino por tratarse de un calco estructural de uno de los climax anteriores) que uno estaría dispuesto a pasar por alto el exceso de grandilocuencia si se viera respaldado por un trabajo formal a la altura. No es el caso. Nolan, Christopher, no es capaz de mostrar y desplegar los problemas morales de los métodos del héroe sólo mediante la imagen y tiene que recurrir de forma constante a las reflexiones en voz alta, debido a su propia desconfianza y falta de garra visual. Aparte de algún que otro momento aislado de brillante factura, como es el primer plano o el desenlace de la secuencia del hospital, la película desaprovecha la realidad física de Gotham para centrarse en la colectiva de sus habitantes y el devastador efecto de los ataques del Joker sobre sus voluntades.

De todas formas, dejémonos de tonterías. Eso son carencias cosustanciales a cómo se han configurado desde un inicio tanto esta película como la anterior. Nolan ha demostrado en piezas de cámara tan sutiles y elegantes como The Prestige que talento tiene, el problema es que parece que con la saga Batman intenta ir más allá de sus posibilidades reales. Para que las grandes ambiciones megalómanas salgan bien se tiene que ser un auténtico genio, un Kubrick o Miguel Ángel; en el momento en que el director de Memento sea consciente de sus limitaciones podrá llegar a posicionarse como uno de los directores más interesantes de Hollywood. Esquivando estas pegas inherentes a la personalidad detrás de la película, el principal problema de The Dark Knight, aunque no deja de estar relacionado con ellas, es la excesiva acumulación de momentos climáticos. Es encomiable que un tour de force de acción que pretende mantenerse de pie durante 150 minutos (sin ninguna set piece definida como tal más allá de la localización espacial) no achaque problemas de ritmo demasiado notables, pero pierde efectividad al no contar con ningún momento de respiro en todo el metraje. No es una consecuencia de esa sensación de "no hay tiempo para nada" que parece transmitirse constantemente (muy ayudada por la inusitada capacidad del Joker de aparecer de repente en cualquier lugar), pues hay momentos que parecen diseñados para dar las necesarias bocanadas de aire (la cena, la fiesta en honor de Harvey Dent) que van siendo desaprovechados uno tras otro. Solamente el Joker ledgeriano (en ningún caso una reinvención del personaje como se había vaticinado, pero sí una más que interesante variación respecto a la interpretación de Jack Nicholson) consigue para sí alguno de esos momentos: el mencionado final de la secuencia del hospital, con él precediendo a la destrucción absoluta, y cuando saca la cabeza por una ventanilla de coche en el único plano volátil de toda la película. Puede que se trate de la confirmación definitiva de que es este personaje el que más cómodo se encuentra en una función tan recargada y teatralizada como sus acciones para sembrar el caos.

+ Alvy Singer [I, II] · Casa Putas [I, II] · Noel [I]

domingo, agosto 10, 2008

Las cosas que lees


En otra de esas entradas vaporosamente reactivadoras del blog, tan sumido en la languidez impuesta por el poco eficiente aprovechamiento del tiempo y la procrastinación aguda, me dispongo a ordenar, aunque sea dentro de mi mente, algunas de las últimas lecturas concomitantes que he tenido estas semanas (mi tardío descubrimiento de cosas como Google Reader ha abierto ante mí un abismo de posibilidades que resulta fatal para cualquier dieta de blogocosa sostenible que pudiera proponerme).

Del descubrimiento vigalondiano de esa gran maravilla de la manipulación (postmoderna) del trastoque y ampliación de sentido a través de la sustracción que es Garfield minus Garfield (coherentemente alojada en un Tumblr, espacios creados sobre la ilusión de que cierto minimalismo efectivo se consigue simplemente eliminando cosas; cómo no, pueden acceder al mío a través del menú de la columna derecha, gracias) a ese gran e ingenioso videoclip de Keith Schofield para una de las verdaderas canciones del verano, surgen por todas partes interrogantes sobre la cuestión de cómo el borrado-ocultación de información (ya sea por desaparición de elementos o superposición de manchas censoras), según como se utilice, en vez de limar contenido puede expandirlo hasta nuevos niveles inéditos e inesperados. Y todo esto porque están reformando el portal de mi edificio y, limpio de muebles, cuadros insulsos y espejos de horteras marcos dorados, parece hasta un lugar habitable con 40ºC en el exterior. Se hacen cargo.

No, a lo que voy en realidad. La sustracción entendida como camino emprendido hacia una meta que es el vacío. Era eso. Sí, porque acabo de salir de las páginas de El imperio de los signos, imprescindible guía para leer la vida y sus fenómenos, y de darme un refrescante baño en su sentida apología de la desnudez del trazo. Un proceso de avituallamiento (¿maduración?) cultural del que occidente ha perdido la oportunidad y por el Japón actual sólo parece que le quede sobrevivir en estertores. Así, mientras Jordi Costa me deja encandilado con su lectura de Wall·E en clave de haiku y trazo ("esa cucaracha que se diría resuelta en una línea"), la aparatosa y extasiante ceremonia de inauguración de los Juegos de Beijing de Zhang Yimou no puede evitar cierto agridulce escozor en mis sobrecargadas retinas.

Pero también había algo más producido por esa revisión de las tiras de Jim Davis: la rememoración de los inmensos Peanuts de Schulz. Más concretamente, su lugar en el canon de educación sentimental para los que no leímos el Werther hasta entrados en la veintena; y ver que ahí ya estaba el embrión de sensibilidades desarrolladas después. O puede que de eso me acordara después ser asaltado por la Patsy Walker de Lafuente a través de ADLO! el mismo día que un poster de Kristen Stewart de rubia atisbado por ahí casi deja mi libido necesitada de una buena dosis de Prozac para volver a sonreir a la vida y los tatuajes en las nucas femeninas.

Bueno, obviamente exagero: esa misma noche ya estaba en disposición de acudir en inmejorable compañía a dejarnos deleitar por arpegios vocales de gran eficacia y contenida dulzura. Anni B Sweet (la de la foto unos cuantos párrafos más arriba, sí) se pasea así por locales madrileños sacando sin esfuerzo su poderosa voz por encima de toda fácil y reductora comparación; es mucho más que eso, y lo demuestra. En breve debería sacar disco con Arindelle Records, pero, mientras, no duden en buscarla a ella y su guitarra entre el humo de los bares. El folk también se degusta bien en verano, igual que al café se le echa hielo.

domingo, junio 22, 2008

Hay que verla


El próximo viernes Los Cronocrímenes vivirá por fin su estreno oficial en esta tierra con la que nos ha tocado cargar, por lo que aprovecho para recordarles las entusiastas palabras que me produjo su visión hace ya unos cuantos meses. Una proyección que llegó en un punto bastante inflexivo para mí, un momento en el que tantas cosas acababan de pasar y otras estaban a punto de hacerlo, así que por lo tanto muy similar a este. Los rizomas temporales tienen estas cosas. Pero no dejen que les aburra con peroratas autobiográficas sobre mis estados de ánimo actuales. En cambio, acudan en masa o tropel a los cines para disfrutar de la magnífica película de Nacho Vigalondo. ¿Qué otro estreno de este año puede mezclar con tanta sencillez la teoría de la representación de Bresson con el giallo y filtrarlo todo por una membrana de hard sci-fi neocostumbrista? A mí tampoco se me ocurre, la verdad.

Además del estreno, sigue en marcha el juego interneteril de la susodicha película; pero tampoco me pregunten mucho de qué va la cosa, porque por algún motivo nunca he terminado de enterarme del todo bien.

Marcho unos días a tierras holandesas, más apacibles y tranquilas. Con un sano propósito de desconexión tecnológica ante mis perspectivas estivales y las retinas bien enjuagadas. Eso sí, hasta la vuelta no puedo evitar dejarles con algo de regomello.

viernes, junio 13, 2008

All the cigarettes that I have never smoked


Puede que este sea el mejor momento para ver a Russian Red y disfrutar en directo de la dulce y poderosa voz de Lourdes Hernández. Canta y desgarra almas desde una trinchera tan diminuta como para ser cubierta con un micrófono, pero cómo dispara. En imparable ascenso desde que la fichara Eureka, sacó disco en abril y ya comienza a ser habitual ver su foto en revistas de tendencias varias. Dadas sus innegables cualidades, es predecible un ascenso meteórico en las listas trendy de éxitos, incluso hay fuentes que amenazan con que empiece a aparecer con banda en los conciertos. A todo esto yo digo: NO. Porque la liviana presencia de la nínfula Lourdes se acomoda mucho mejor al recogimiento íntimo de un pub a media luz que a una Sala Heineken o Palacio de los Deportes cualquiera —síndrome Marlango ahead!—. Así que corran, miren cuándo son sus próximos conciertos y acudan mientras dure la paz antes de la inevitable tormenta mediática. Los presentes este miércoles en el Café La Palma les garantizamos que merece la pena. A pesar del murmullo que se podía filtrar desde la barra —una mezcla de ambientes que será lo primero que se eche de menos—, cada vez que la joven canta ensimismada parece que su delicada voz se vaya a romper, lo que da al instante un aura mayor de recogimiento, propicia a su exposición de letras de amores rotos, sentimientos abstractos en la gran urbe y cigarrillos a medio consumir.
· Para que se hagan una idea de lo que se pueden perder.