Fue la semana pasada cuando vi la última película de Woody Allen, a estas alturas ya reconocida como poco menos que un nuevo descalabro en la carrera del neoyorquino por todo el mundo (salvo adláteres de Mediapro y representantes del provincialismo hispanocatalán más rancio, claro está). En Vicky Cristina Barcelona pasa del abrazo formal que daba a Chabrol con la anterior Cassandra's Dream a una cierta exploitation de conceptos y puntos de partida rohmerianos que en ningún caso se ven respaldados por un ritmo o desarrollo acorde. Considero superfluo ahondar en la crítica que se ha hecho ya desde toda clase de frentes al postalismo exacerbado de la cinta en su retrato de Barcelona, pero sí siento pena por lo increíblemente desaprovechado que resulta el talento de un director de fotografía de la talla de Javier Aguirresarobe. A tenor del trabajo fotográfico final, no se sabe muy bien si él mismo estaba presente en el rodaje enfocando las imágenes y controlando la iluminación (¿Barcelona y Oviedo con exactamente la misma luz?) o por ahí de vinos. En fin, es solamente uno más de los detalles que delatan el poco interés de Allen puesto en esta película, que también se ve en la paupérrima selección musical (la pasable canción de Giulia y los Tellarini sale muy mal parada por su machacona y constante reiteración), la equívoca y torpe caricatura almodovariana de los personajes españoles y el melodramático argumento.
En el lado positivo, al menos tenemos a Rebecca Hall en una nueva película, a Patricia Clarkson desentumeciendo las articulaciones y a Scarlett Johansson trabajando para bien su interpretación gestual. Aunque no llegue al nivel de rota e incontenible fascinación por el funambulismo emocional de Isid Le Besco en un papel similar en À tout de suite, de Benoît Jacquot (cuya primera media hora no está nada mal, aunque luego pase a convertirse en una supérflua especie de narración softcore de toma de conciencia de clase, o algo). Fuera de eso, sólo queda el sonrojo.