LiT y los placeres de la revisión
Mientras intento reordenar mi vida dentro del pequeño caos en el que se haya sumergida, qué mejor que dedicar unos minutos a una agradable sorpresa fruto del necesario hábito de la revisión fílmica. Muchos son los casos en los que no nos atrevemos a acercarnos una vez más a aquellas películas que nos fascinaron en su momento –normalmente suelen ser esos recuerdos de la infancia, adolescencia y pubertad que tanto escuecen en los paladares que se van formando–, bien por no romper la magia que conservan en nuestra memoria, bien porque, ilusos, nos consideramos ya en otro nivel, compartimento cerrado que no nos permite echar la vista atrás. Pues bien, yo no soy una de esas personas; pero, de todas formas, hoy no vamos a hablar de eso, sino del caso justamente contrario.
Una de las películas más alabadas del año pasado, proclamada icono generacional y uno de los primeros audiovisuales del nuevo milenio, además de estandarte de calidad para cierto sector auto-cool de espectadores, que a mí en su único visionado en cine no me pareció más que otro claro y valioso ejemplo de la nueva generación de directores jóvenes norteamericanos que tanta regeneración está suponiendo en el aletargado panorama estadounidense. Los new americans venían cargaditos, y Lost in Translation era una muestra más, aunque claramente inferior a muchas otras, obras de Paul Thomas Anderson y Darren Aronofsky a la cabeza.
Como este asunto de los new americans recibirá suficiente atención en una serie de posts temáticos que iré preparando en cuanto las condiciones atmosféricas dentro de mi domicilio me lo permitan –calculen que para septiembre podrán leer algo, a este paso–, obviaré cualquier comparación, muchas veces solamente fundada en cuestiones de lo más coyunturales como la coincidencia generacional, al estar tan alejadas temáticas y pretensiones en determinados casos.
Aunque no lo parezca de momento, pretendía hablar de mi experiencia volviendo a ver Lost in Translation y cómo los aciertos que me interesaron en su momento con el tiempo me han fascinado, y cómo el colosal fallo que encontraba en su final, si no ha desaparecido del todo, ha dejado de tener importancia para mí.
La película de Sofia Coppola puede hechizar por muchos motivos, principalmente su depurada narrativa –deudora de los momentos vacíos de Jim Jarmusch– y la sencilla belleza plástica de sus imágenes, pero por donde llega irremediablemente es por la capacidad de transmitir la ligereza existencial de sus personajes, potencialmente la de la mayor parte de los seres humanos. Los personajes de Billl Murray y Scarlett Johansson se mueven sin rumbo en los planos tanto físicos como sentimentales, fluyendo en su devenir sin dejar huellas perceptibles de su existencia, simplemente deslizándose sobre la superficie. Las referencias son inmediatas, como bien señala Manuel Yáñez en su imprescindible artículo La chica del walkman: Wonderland, In the mood for love, títulos que han sabido reflejar de una forma que quizás solamente antes había conseguido la literatura –especialmente la de Albert Camus– el vacío diario de la vida.
Sospechosas similitudes formales de algunas de sus imágenes con otras de un par de grandes películas cuya temática también gira en torno a relaciones sentimentales nada estereotipadas –Paris, Texas de Wim Wenders o Buffalo 66 de Vincent Gallo–, el detalle del consumado beso final entre la pareja protagonista logró sacarme totalmente de la atmósfera de la película durante su primer visionado y nublar del todo mi valoración final de la misma. En esta segunda ocasión nada de eso ha ocurrido. Me he sorprendido a mí mismo fascinado y emocionado a la vez ante la irrupción del momento, fruto de la improvisación de los actores durante el rodaje –no estaba contemplado en el guión de Coppola, aunque obviamente fue decisión de ésta dejarlo en el montaje final–. Mi depravada memoria recordaba un morreo con lengua hasta la campanilla y me he encontrado con una preciosa muestra de cariño y dulzura entre dos hojas que se rozan levemente y se separan para seguir su curso arrastradas por la corriente. Sin embargo, fruto del roce una pequeña y suave raspadura las acompañará en el resto de su camino. Como el Just like honey de Jesus and Mary Chain que cierra la película acompaña al espectador durante las horas posteriores al visionado.
Si con Las vírgenes suicidas Coppola solamente lograba acercarse con pequeños trazos sabor a vainilla al esqueleto de la magnífica y evocadora obra de Eugenides, Lost in Translation la erige como una de las sensibilidades cinematográficas más acertada en su tratamiento de los sentimientos humanos, el desconsuelo y la soledad agorafóbica. Después de todo, se trata de otro tipo de postmodernidad.
Una de las películas más alabadas del año pasado, proclamada icono generacional y uno de los primeros audiovisuales del nuevo milenio, además de estandarte de calidad para cierto sector auto-cool de espectadores, que a mí en su único visionado en cine no me pareció más que otro claro y valioso ejemplo de la nueva generación de directores jóvenes norteamericanos que tanta regeneración está suponiendo en el aletargado panorama estadounidense. Los new americans venían cargaditos, y Lost in Translation era una muestra más, aunque claramente inferior a muchas otras, obras de Paul Thomas Anderson y Darren Aronofsky a la cabeza.
Como este asunto de los new americans recibirá suficiente atención en una serie de posts temáticos que iré preparando en cuanto las condiciones atmosféricas dentro de mi domicilio me lo permitan –calculen que para septiembre podrán leer algo, a este paso–, obviaré cualquier comparación, muchas veces solamente fundada en cuestiones de lo más coyunturales como la coincidencia generacional, al estar tan alejadas temáticas y pretensiones en determinados casos.
Aunque no lo parezca de momento, pretendía hablar de mi experiencia volviendo a ver Lost in Translation y cómo los aciertos que me interesaron en su momento con el tiempo me han fascinado, y cómo el colosal fallo que encontraba en su final, si no ha desaparecido del todo, ha dejado de tener importancia para mí.
La película de Sofia Coppola puede hechizar por muchos motivos, principalmente su depurada narrativa –deudora de los momentos vacíos de Jim Jarmusch– y la sencilla belleza plástica de sus imágenes, pero por donde llega irremediablemente es por la capacidad de transmitir la ligereza existencial de sus personajes, potencialmente la de la mayor parte de los seres humanos. Los personajes de Billl Murray y Scarlett Johansson se mueven sin rumbo en los planos tanto físicos como sentimentales, fluyendo en su devenir sin dejar huellas perceptibles de su existencia, simplemente deslizándose sobre la superficie. Las referencias son inmediatas, como bien señala Manuel Yáñez en su imprescindible artículo La chica del walkman: Wonderland, In the mood for love, títulos que han sabido reflejar de una forma que quizás solamente antes había conseguido la literatura –especialmente la de Albert Camus– el vacío diario de la vida.
Sospechosas similitudes formales de algunas de sus imágenes con otras de un par de grandes películas cuya temática también gira en torno a relaciones sentimentales nada estereotipadas –Paris, Texas de Wim Wenders o Buffalo 66 de Vincent Gallo–, el detalle del consumado beso final entre la pareja protagonista logró sacarme totalmente de la atmósfera de la película durante su primer visionado y nublar del todo mi valoración final de la misma. En esta segunda ocasión nada de eso ha ocurrido. Me he sorprendido a mí mismo fascinado y emocionado a la vez ante la irrupción del momento, fruto de la improvisación de los actores durante el rodaje –no estaba contemplado en el guión de Coppola, aunque obviamente fue decisión de ésta dejarlo en el montaje final–. Mi depravada memoria recordaba un morreo con lengua hasta la campanilla y me he encontrado con una preciosa muestra de cariño y dulzura entre dos hojas que se rozan levemente y se separan para seguir su curso arrastradas por la corriente. Sin embargo, fruto del roce una pequeña y suave raspadura las acompañará en el resto de su camino. Como el Just like honey de Jesus and Mary Chain que cierra la película acompaña al espectador durante las horas posteriores al visionado.
Si con Las vírgenes suicidas Coppola solamente lograba acercarse con pequeños trazos sabor a vainilla al esqueleto de la magnífica y evocadora obra de Eugenides, Lost in Translation la erige como una de las sensibilidades cinematográficas más acertada en su tratamiento de los sentimientos humanos, el desconsuelo y la soledad agorafóbica. Después de todo, se trata de otro tipo de postmodernidad.
7 Comments:
SR.Toldo... no sé cómo lo hace pero sus reflexiones cinéfagas me dejan sorprendida. Lost in traslation me gustó, pero después de leer esto... me están dando ganas de volver a verla. De momento, estoy volviendo a ver "El exorcista". Creo que ver "El exorcista es refrescante en una noche de verano.
A mí me parece la película con la Mejor. Secuencia. De créditos. De la historia (me refiero al primer minuto de metraje). El resto... Pues me aburrí como una ostra, a decir verdad. ¿Por qué Bill Murray no tiene ni pizca de gracia? ¿Por qué Scarlett Johansson está tan sosa y tan repelente?
¿Y por qué se ríe la niñata de su ex marido Spike Jonze, si tiene el triple de talento que ella? No sé, para mí "Lost in Translation" fue una decepción monumental.
ejem...
bill murray sin gracia?
johansson repelente??
johansson sosa?????????
madredemividaydemicorazón me da que usted y yo, noelio, hemos visto películas diferentes... pero si a lost y translation se le puede sacar algún 'pero' desde luego que no será por los actores...
po favó!
A mí es que me gusta el Bill Murray de "El pelotón chiflado", "Atrapado en el tiempo" o "Los Cazafantasmas": aquí no tiene ni una sóla escena memorable, aparte de la del whisky. Y me parece que se toma el resto de la peli con la misma apatía con la que su personaje anuncia el Santoro ese.
Y la muchacha... Lo que pasa es que no me creo su personaje: está en una ciudad maravillosa, en un hotel de lujo... ¡¡¡y se aburre!!! Creo que hay películas que transmiten mucho mejor el angst y la desconexión que Sofia Coppola nos intentaba transmitir con este personaje. Películas mucho menos pedantes y pretenciosas, por cierto.
hala, hala lo que ha dicho!!! :D
pedante y pretenciosa!
pues entonces no veas nada de lo último de godard porque vas a flipar en colores!!
No, en serio, para mi Lost in translation es capaz de mostrar esos vacíos de los que nos hablaba Jarmusch a principios de los ochenta. Esta película se construye a partir de la nada, los diálogos nacen del silencio y se erige hacia arriba sobre la base del aburrimiento e il dolce far niente.
Johannson se aburre porque se siente vacía; la ciudad no le aporta nada y se encuentra fuera de lugar. ¿Quién, en algún momento de su vida, no se ha sentido así? De nuevo Jarmusch, sentirse extranjero en tu propio país o en cualquier otro lugar del mundo. Y Murray está ‘así’ por una razón muy similar, su vida ha perdido el significado que llegó a tener en su momento y se encuentra a sí mismo perdido en la madurez, cuando precisamente, más centrado se suponía que tenía que estar.
Dos personajes muy diferentes que se encuentran unos a otros por las conexiones emocionales que les unen. Esa es la maestría de la película, el trasfondo real en que todos nosotros o nos hemos encontrado alguna vez, o seguramente lo haremos en un futuro.
Aunque coincido muy mucho con la opinión de delirante sobre la película -más ahora que la he alzado a los cielos del audiovisual-, para mí la cumbre actoral de Bill Murray está en los 90. Encadenadas: Atrapado en el tiempo, La chica del gángster, Ed Wood, Kingpin (papelón) y, sobre todo, Rushmore. Aunque la verdad es que lleva camino de superarlas en esta década, gracias a Wes Anderson, Coppola y Jarmusch.
De Scarlet Johansson no voy a hablar porque ya le dedicaré algún post a mis actrizfilias... solamente digo: The man who wasn't there o_O
Y, sí, también de acuerdo con noel. Hay películas que transmiten mejor lo mismo -yo diría Stranger than paradise, Mystery Train o Wonderland-, pero no me desmerecen en absoluto el trabajo de la hija de Michael Corleone.
Por cierto, delirante, minipunto negativo. No se llama pedante a Godard en el blog del señor toldo. Censura, totalitarismo y autocracia, pero hasta donde yo sé God es Dios en inglés.
:evil
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